Además de Njörd y Mimir, que eran ambos divinidades marinas, las razas nórdicas
reconocían otro gobernador del mar, el que representaba el mar cercano a la costa y el
océano primitivo, de donde todas las cosas supuestamente emergieron, llamado Egir o
Hler, que vivía o bien en las frías profundidades de su reino acuático o bien en la isla de
Lessoe, en Cattegat, o Hlesey.
Egir (el mar), al igual que sus hermanos Kari (aire) y Loki (fuego), supuestamente
pertenecía a una antigua dinastía de dioses, ya que él no se clasificaba ni como As ni
como Van, ni gigante, enano o elfo, pero era considerado omnipotente dentro de sus
dominios.
Se suponía que provocaba las grandes tempestades que recorrían el mar, y se le
representaba generalmente como un adusto anciano, con largos cabellos y barbas
blancas, y dedos como garras que siempre trataban de asir algo convulsivamente, como
si deseara tener todo al alcance de sus manos. Siempre se aparecía sobre las olas con la
intención de perseguir y volcar esquifes, y arrastrarlos vorazmente hasta el fondo del
mar, una dedicación en la que se pensaba que se deleitaba de forma diabólica.
La Diosa Ran.
Egir estaba casado con su hermana, la diosa Ran, cuyo nombre significa «ladrón» y que
era tan cruel, avariciosa e insaciable como su esposo. Su pasatiempo favorito era el de
permanecer cerca de las rocas peligrosas, hasta donde atraía a los marineros para
lanzarles su red, su más preciada posesión, y entonces, habiendo enmarañado a los
hombres en sus mallas y destruido sus barcos contra los cortados acantilados, los
arrastraba tranquilamente hasta su sombrío reino.
Ran era considerada la diosa de la muerte para todos aquellos que perecían en el mar y
los nórdicos pensaban que ella agasajaba a los ahogados en sus cuevas de coral, donde
se extendían divanes para recibirles y donde el hidromiel corría libremente como en el
Valhalla. Se pensó posteriormente que la diosa tenía una gran afición al oro, que se
llamaba la «llama del mar» y se utilizaba para iluminar sus palacios. Esta creencia se
originó con los marineros y nación del impresionante brillo fosforescente de las olas.
Para ganarse las buenas bendiciones de Ran, los nórdicos se cuidaban de esconder un
poco de oro cerca de ellos siempre que algún peligro en particular les amenazaba en el
mar.
Las Olas.
Egir y Ran tuvieron nueve hermosas hijas, las Olas, o doncellas de las olas, cuyos
blancos brazos y pechos, largos cabellos rubios, profundos ojos azules y esbeltas y
sensuales formas eran extremadamente fascinantes. Estas doncellas se deleitaban
jugando sobre la superficie de los vastos dominios de su padre, ligeramente ataviadas
con velos transparentes azules, blancos o verdes. Sin embargo, eran volubles y
caprichosas, con cambios de humor alegre a hosco y apático, y a veces provocándose
mutuamente casi hasta la locura, rasgando sus cabellos y velos, arrojándose
temerariamente en sus duros lechos, las rocas, persiguiéndose unas a otras con
velocidad frenética y chillando en alto de alegría o desesperación. Pero raramente salían
a jugar a menos que su hermano, el Viento, estuviera fuera y según su humor, ellas eran
gentiles y alegres o bruscas y turbulentas.
Se suponía que las Olas iban generalmente en tríos y se decía que a menudo
revoloteaban alrededor de los barcos vikingos a los que ellas favorecían, apartando
todos los obstáculos de sus trayectorias y ayudándoles a alcanzar rápidamente sus
objetivos.
La Olla de las Pociones de Egir.
Para los anglosajones, el dios Egir era conocido por el nombre de Eagor, y siempre que
una olla inusualmente grande se aproximaba atronando hacia la costa, los marineros
solían gritar y los de Trento aún lo hacen: «¡Cuidado que viene Eagor!». También se le
conocía por el nombre de Hler (el amparador) entre las naciones nórdicas y el de Gymir
(el ocultador), porque siempre estaba dispuesto a esconder cosas en las profundidades
de su reino y se podía contar con que no revelara los secretos confiados a su cuidado. Y,
porque se decía frecuentemente que las aguas del mar hervían y siseaban, se llamaba al
océano como la tinaja o la olla de las pócimas de Egir.
Los dos principales sirvientes del dios eran Elde y Funfeng, símbolos de la
fosforescencia del mar; eran famosos por su rapidez en invariablemente presentaban sus
respetos a los invitados de Egir a sus banquetes en las profundidades del mar. El dios
dejaba a veces su reino para visitar a los Ases en Asgard, donde siempre era
espléndidamente agasajado y se deleitaba con los numerosos relatos de Bragi sobre las
aventuras y los logros de los dioses. Entusiasmado por estas narraciones, y también por
el burbujeante hidromiel que les acompañaba, el dios se aventuró en una ocasión a
invitar a los Ases a celebrar la fiesta de la cosecha con él en Hlesey, donde prometió
agasajarles él esta vez.
Thor e Hymir.
Sorprendido por esta invitación, uno de los dioses osó recordarle a Egir que ellos
estaban acostumbrados a platos exquisitos, tras lo que el dios del mar declaró que en lo
referente a la comida no debía preocuparse, ya que estaba seguro de poder abastecer los
apetitos más delicados; sin embargo, confesó que no se sentía tan seguro respecto a la
bebida, ya que su olla de pociones era más bien pequeña. Tras oír esto, Thor se ofreció
inmediatamente a procurar una olla más apropiada y partió junto con Tyr en su
búsqueda. Los dos dioses viajaron hacia el este del Elivagar en el carro tirado por los
chivos de Thor, y dejándolo en casa del campesino Egil, el padre de Thialfi,
encaminaron sus pasos hacia la morada del gigante Hymir, del cual se sabía que poseía
una olla de una milla de profundidad y anchura proporcional.
Sin embargo, sólo las mujeres se encontraban en casa y Tyr reconoció en la más
anciana, una vieja y fea bruja con novecientas cabezas, a su propia abuela; mientras la
más joven, una bella y joven giganta, era, al parecer, su madre y ella recibió a su hijo y
a su acompañante de forma hospitalaria y les dio de beber.
Tras conocer su misión, la madre de Tyr ordenó a los visitantes que se escondieran bajo
unas enormes ollas que se encontraban sobre un travesaño al final de la sala, ya que su
esposo Hymir era muy irreflexivo y a menudo mataba a sus invitados con una sola
mirada fulminante. Los dioses siguieron el consejo rápidamente, y tan pronto se
escondieron, llegó el gigante Hymir. Cuando su esposa le contó que habían llegado
visitantes, frunció el ceño tan portentosamente y emitió una mirada tan encolerizada
hacia el lugar donde se ocultaban, que la viga del techo y las ollas cayeron con
estruendo y, excepto la más grande, todas se rompieron en pedazos.
La esposa del gigante, sin embargo, convenció a su marido para que le diera la
bienvenida a Tyr y a Thor, y mató tres bueyes para su comida. Pero grande fue su
consternación cuando vio al dios del trueno comerse a dos de ellos como cena.
Murmurando que tendría que irse a pescar temprano a la siguiente mañana para
procurarle el desayuno a un invitado tan voraz, el gigante se retiró a descansar, y cuando
al amanecer del siguiente día bajó hasta la costa, se le unió Thor, que dijo haber venido
para ayudarle. El gigante le pidió que obtuviera su propio cebo, tras lo cual Thor mató
descaradamente el buey más grande de su anfitrión, Himinbrioter (rompedor del cielo),
y cortando su cabeza, embarcó con ella y se introdujo en el mar. En vano protestó
Hymir que ya había llegado a su lugar habitual de pesca, y que podía encontrarse con la
terrible serpiente Iörmungandr si se aventuraban a ir más lejos; Thor siguió remando
persistentemente, hasta que pensó que se encontraban justamente encima del monstruo.
Poniendo como cebo la cabeza del buey, Thor trató de pescar a Iörmungandr; mientras
tanto, el gigante logró pescar dos ballenas, que le parecieron suficientes para una
comida matinal. Por tanto, estaba a punto de proponer que regresaran cuando Thor
sintió súbitamente un tirón y comenzó a tirar tan fuerte como pudo, ya que sabía, por la
resistencia de su presa y la terrible tormenta creada por sus frenéticos contoneos, que
había atrapado a la serpiente de Midgard. En sus esfuerzos para obligar a la serpiente a
que saliera a la superficie, Thor apretó su pie tan bruscamente contra el fondo del barco,
que lo atravesó y fue a parar al fondo del mar.
Tras una lucha indescriptible, la terrible cabeza venenosa del monstruo apareció y Thor,
asiendo su martillo, se dispuso a aniquilarla, cuando el gigante, aterrorizado ante la
proximidad de Iörmungandr y temiendo que el barco se hundiera y se convirtiera él en
la presa del monstruo, cortó el sedal, permitiendo así que la serpiente cayera como una
piedra hasta el fondo del mar.
Furioso con Hymir por su inoportuna interferencia, Thor le asestó un golpe con su
martillo que lo lanzó al mar; pero Hymir, impávido, nadó hasta tierra y se reunió con el
dios cuando éste regresó a la costa. Hymir tomó entonces ambas ballenas, sus trofeos
del mar, y se las echó a la espalda para llevárselas a casa, y Thor, deseoso de demostrar
su fuerza, cargó con el bote, los remos y los aparejos y le siguió.
Tras el desayuno, Hymir retó a Thor a que demostrara su fuerza rompiendo su vaso;
pero aunque el dios del trueno lo arrojó con tremenda fuerza contra los pilares de piedra
y las paredes, permaneció intacto y ni siquiera se rajó. Sin embargo, obedeciendo un
consejo que la madre de Tyr le susurró, Thor arrojó súbitamente el vaso contra la frente
del gigante, la única sustancia más dura que él, tras lo cual cayó hecho añicos al suelo.
Hymir, habiendo comprobado así el poder de Thor, le dijo que podía llevarse la olla que
los dos dioses habían venido buscando, pero Tyr trató de levantarla en vano, y Thor
pudo levantarla del suelo, sólo después de haberse ceñido su cinturón con fuerza hasta
el último agujero.
El tirón con el que finalmente levantó la olla causó grandes daños en la casa del gigante
y su pie atravesó el suelo. Mientras Tyr y Thor partían, este último con el enorme
recipiente sobre su cabeza como si se tratase de un sombrero, Hymir convocó a sus
hermanos gigantes de hielo y les propuso perseguir y matar a su empedernido enemigo.
Volviéndose, Thor se dio cuenta enseguida de su persecución, y arrojando a Mjöllnir
repetidamente contra los gigantes, los mató a todos antes de que pudieran alcanzarles.
Tyr y Thor reanudaron entonces su viaje de regreso hasta Egir, llevando consigo la olla
en la que él fabricaría cerveza para el festín de la cosecha.
La explicación física de este mito es, por supuesto, una tormenta de truenos (Thor), en
conflicto con la furia del mar (la serpiente) y la rotura del hielo polar (la copa y el suelo
de Hymir) por el calor del verano.
Los dioses se ataviaron entonces con ropas festivas y se dirigieron alegremente hasta el
festín de Egir, y desde entonces se solía celebrar la cosecha en sus cuevas de coral.
Divinidades no Amadas.
Egir, como hemos visto, gobernaba el mar con la ayuda de la pérfida Ran. Ambas
divinidades eran consideradas crueles por las naciones nórdicas, los cuales sufrían
mucho por el mar, el cual, rodeándoles por todas partes, se introducían profundamente
hasta el corazón de sus países a través de los numerosos fiordos, y a menudo engullía
los barcos de sus vikingos, junto a toda su tripulación de guerreros.
Otras Divinidades del Mar.
Además de estas deidades principales del mar, los nórdicos creían en los tritones y las
sirenas, y muchas historias se relatan acerca de las sirenas, que se despojaban durante
breves momentos de sus plumajes de cisne o atavíos de foca, los cuales dejaban en la
playa para ser encontrados por mortales, que de esa manera obligaban a las bellas damas
a permanecer en tierra.
También existían monstruos malignos conocidos como Nicors, de cuyo nombre se
deriva el proverbial Old Nick («Patillas»). Muchas de las deidades menores del mar
poseían colas de pez; las divinidades femeninas recibían el nombre de ondinas, y los
varones el de Stromkarls, Nixies, Necks o Neckar.
En la Edad Media se creía que estos espíritus acuáticos abandonaban a veces sus
corrientes nativas para aparecerse en danzas de poblados, donde se les reconocía por el
dobladillo húmedo de sus vestimentas. A menudo se sentaban al lado de los arroyos o
los ríos, tocando el arpa o entonando fascinantes canciones mientras se peinaban sus
largos y dorados o verdes cabellos.
Los nixies, ondinas y stromkarls, eran seres particularmente gentiles y amables, y
estaban muy ansiosos de obtener repetidas garantías de su salvación final.
Se cuentan muchas historias de sacerdotes o niños que se los encontraron jugando en la
orilla, de los cuales se mofaban con amenazas de una futura condenación, lo cual nunca
fallaba para convertir su alegre música en lastimeros quejidos. A menudo, los sacerdotes
o niños, dándose cuenta de su error y afectados por la agonía de sus víctimas,
regresaban corriendo hasta la corriente para asegurar a los hados acuáticos de dientes
verdes su futura redención, tras lo cual reanudaban invariablemente sus alegres acordes.
Ninfas del Río.
Ademas de Elf o Elb, el hado acuático que le dio su nombre al río Elba en Alemania;
Neck, de quien Necker deriva su nombre, y el viejo padre Rhein, con sus numerosas
hijas (afluentes), la más famosa de todas las divinidades menores acuáticas es Lorelei, la
sirena doncella que se sienta sobre las roca de su mismo nombre, cerca de San Goar, en
el Rhein (Rin) y cuyo fascinante canto ha llevado a muchos marinos a la muerte. Las
leyendas acerca de esta sirena son ciertamente muy numerosas, siendo una de las más
antiguas la que sigue:
Leyendas de Lorelei.
Lorelei era una ninfa acuática inmortal, hija de Rin (Rhein); durante el día vivía en las
frescas profundidades del fondo del río, pero de noche se aparecía a la luz de la Luna,
sentada en lo alto de un pináculo rocoso, contemplando todo lo que atravesaba la
corriente. A veces, la brisa nocturna transportaba algunas de las notas de su canción
hasta los oídos de lo remeros, tras lo que, olvidándose del tiempo y del lugar
escuchando estas melodías encantadas, se dejaban arrastrar hasta las afiladas y
recortadas rocas, donde perecían invariablemente.
Se dice que sólo una persona vio a Lorelei de cerca. Se trataba de un joven pescador de
Oberwesel, que se reunía con ella cada noche a orillas del río y pasaba unas horas
encantadoras con ella, embriagándose de su belleza y escuchando su seductora canción.
La tradición dice que , antes de que se separaran, Lorelei le indicaba los sitios donde el
joven debería arrojar sus redes por la mañana, instrucciones que siempre obedecía y que
de este modo le proporcionaban buenos resultados.
Una noche, el joven pescador fue visto dirigiéndose hacia el río, pero como no
regresaba se emprendió su búsqueda. Sin encontrarse rastro alguno por los alrededores,
los crédulos teutones afirmaron que Lorelei le había arrastrado hasta sus cuevas de coral
para poder disfrutar de su compañía por siempre.
Según otra versión, Lorelei sedujo tantos pescadores hasta su tumba en las
profundidades del Rin (Rhein) con sus fascinantes acordes desde las escarpadas rocas,
que en una ocasión se envió a un ejército armado al caer la noche para rodearla y
atraparla. Pero la ninfa acuática arrojó un hechizo tan poderoso sobre el capitán y sus
hombres, que no pudieron mover ni las manos ni los pies. Mientras se encontraban
inmóviles alrededor de ella, Lorelei se despojó de sus ornamentos y los arrojó a las olas.
Entonces, entonando un hechizo, atrajo las aguas hasta el peñasco donde se encontraba
y, para asombro de los soldados, las olas arrastraron consigo un carro marino verde
tirado por corceles de crines blancas y la ninfa se introdujo al instante. Unos momentos
más tarde, el Rin bajó hasta sus niveles habituales, el hechizo se rompió y los hombres
recuperaron el movimiento, retirándose para narrar cómo sus esfuerzos habían sido
frustrados. Desde entonces no se volvió a ver a Lorelei, y los campesinos afirman que
ella sigue aún resentida por la afrenta de la que fue objeto, y que nunca abandonará sus
cuevas de coral.