Thor y Hrungnir

Odín se encotraba un día atravesando el aire sobre su corcel de ocho patas, Sleipnir,

cuando atrajo la atención del gigante Hrungnir, el cual propuso una carrera, declarando

que Gullfaxi, su caballo, podía rivalizar contra Sleipnir en velocidad. En la tensión de la

carrera, Hrungnir no se dio cuenta de la dirección en al que iban, hasta que, en el vano

intento de alcanzar a Odín, condujo a su corcel hasta las mismísimas puertas del

Valhalla. Descubriendo entonces dónde se encontraba, el gigante palideció de miedo,

pues sabía que había puesto en peligro su vida aventurándose en la fortaleza de los

dioses, sus enemigos ancestrales.

Sin embargo, los Ases eran demasiado honorables para tomar incluso un enemigo en

desventaja y, en vez de atacarlo, lo llevaron hasta la sala de banquetes, donde procedió a

complacerse con el hidromiel. Pronto se excitó tanto que comenzó a alardear de su

poder, declarando que algún día vendría y tomaría Asgard, que destruiría junto a los

dioses, con la excepción de Freya y Sif, a las cuales miró con una mirada impúdica de

admiración.

Los dioses, conscientes de que no era responsable de lo que estaba diciendo, ya que

estaba bajo el efecto de la bebida, dejaron que siguiera hablando tranquilamente. Pero

Thor, que llegaba a casa tras uno de sus viajes, y tras oír la amenaza del gigante de

llevarse consigo a su amada esposa, se enfureció terriblemente. Blandió su martillo con

furia, con la intención de aniquilar al fanfarrón. Sin embargo, los dioses no estuvieron

dispuestos a que esto sucediera y rápidamente se interpusieron entre el encolerizado

dios y su invitado, implorando a Thor que respetara las leyes sagradas de la hospitalidad

y que no profanara su lugar de paz derramando sangre.

Finalmente se persuadió a Thor para que refrenara su ira, pero exigió que Hrungnir

fijara hora y lugar para un «holmgang», como se solía llamar generalmente un duelo

nórdico. Así retado, Hrungnir prometió encontrarse con Thor en Griottunagard, los

confines de su reino, en tres días y partió sobrio por el terror que había experimentado.

Cuando los demás gigantes oyeron lo temerario que había sido, le reprendieron por su

imprudencia, pero se unieron todos en consejo para intentar mejorar en lo posible la

situación. Hrungnir les contó que él tendría el privilegio de ser acompañado por un

escudero, con el que Thialfi lucharía, por lo que procedieron a construir una criatura de

arcilla, de nueve millas de alto y de ancho a la que llamaron Mokerkialfi (vadeador de

niebla). Ya que no lograron encontrar un corazón humano lo suficientemente grande

para colocarlo en el pecho de ese monstruo, se aseguraron el de una yegua, el cual, sin

embargo, continuó agitándose y estremeciéndose con recelo.

Llegó el día del duelo. Hrungnir y su escudero se encontraban esperando la llegada de

sus respectivos oponentes. El gigante tenía no sólo un corazón y una calavera de sílex,

sino también un escudo y garrote del mismo material, por lo que se consideraba a sí

mismo casi invencible. Thialfi llegó antes que su señor y poco después se produjo un

terrible retumbo y temblor, que hizo que el gigante se temiera que su enemigo saldría

del suelo y le atacaría desde debajo. Por tanto, siguió un indicio de Thialfi y se protegió

con su escudo.

Sin embargo, un momento más tarde se dio cuenta de su error, pues, mientras Thialfi

atacaba a Mokerkialfi con un azadón, Thor apareció súbitamente en escena y lanzó su

martillo contra la cabeza de su oponente. Hrungnir, para evitar el golpe, interpuso su

garrote de piedra, el cual fue reducido a pedazos, que se esparcieron por toda la tierra,

proporcionando todas las piedras de sílex que se encontrarían en lo sucesivo y uno de

los fragmentos se insertó profundamente en la frente de Thor. Mientras el dios caía

desvaneciéndose al suelo, su martillo aplastó el cráneo de Hrungnir, el cual cayó muerto

a su lado, de tal manera que una de las pesadas piernas fue a parar sobre el dios

recostado.

Thialfi, mientras tanto, había dispuesto del gigante de arcilla con su cobarde corazón de

yegua y corrió ahora en ayuda de su señor, pero sus esfuerzos y los de los dioses a los

cuales había convocado rápidamente, fueron en vano para levantar la pierna opresora.

Mientras se encontraban allí, preguntándose indecisos qué hacer a continuación, llegó el

pequeño hijo de Thor, Magni. Según varias versiones, él tenía entonces sólo tres días o

tres años, pero pronto asió el pie del gigante y, sin ser ayudado, liberó a su padre,

diciendo que, de haber sido llamado antes, hubiera dispuesto fácilmente del gigante y de

su escudero. Esta exhibición de fuerza dejó a los dioses maravillados y les ayudó a

comprobar la verdad de las predicciones, todas las cuales declaraban que sus

descendientes serían más poderosos que ellos, les sobrevivirían y gobernarían a su vez

el nuevo cielo y tierra.

Para recompensar a su hijo, Thor le entregó el corcel Gullfaxi (crines doradas), el cual

había sido heredado por derecho de conquista del gigante. Magni cabalgó por siempre

después en su maravilloso caballo, que casi igualaba al célebre Sleipnir en velocidad y

resistencia.