Hel

Hel, diosa de la muerte, era hija de Loki, dios del mal y de la giganta Angurboda, la

portadora del infortunio. Ella vino al mundo dentro de una oscura cueva en Jötunheim,

junto a la serpiente Iörmungandr y el terrible lobo Fenris ,siendo tal trío considerado

como los símbolos del dolor, el pecado y la muerte.

A su debido tiempo se dio cuenta Odín de la terrible progenie que Loki estaba cuidando

y decidió desterrarles de la faz de la tierra. La serpiente fue por tanto arrojada al mar,

donde sus retorcimientos causaban supuestamente las más terribles tempestades; el lobo

Fenris fue atado con cadenas, gracias al intrépido y valiente Tyr, y Hel, la diosa de la

muerte, fue arrojada a las profundidades de Niflheim, donde Odín le concedió el poder

sobre los nueve mundos.

El Reino de Hel en Niflheim.

A este reino, que supuestamente estaba situado bajo la tierra, sólo se podía entrar tras un

penoso viaje a través de los más accidentados caminos en las frías y oscuras regiones

del extremo Norte. La puerta de entrada estaba tan lejos de todas las moradas humanas

que incluso Hermod el veloz, montado sobre Sleipnir, tenía que viajar durante nueve

largas noches antes de alcanzar el río Giöll. Éste constituía el límite de Niflheim, sobre

el cual se erigía un puente de cristal enarcado con oro y sostenido sobre un solo cabello,

y velado constantemente por el horrible esqueleto Modgud, que hacía que todos los

espíritus pagaran un peaje de sangre antes de que se les permitiera el paso.

Los espíritus cabalgaban o surcaban el puente generalmente sobre los caballos o las

carretas en las que se había quemado la pira funeraria con los muertos y las razas

nórdicas eran muy cuidadosas a la hora de calzar los pies de los fallecidos con un par de

zapatos especialmente resistentes, llamados zapatos de Hel, para que no tuvieran que

sufrir en el largo viaje a través de caminos accidentados. Poco después de traspasar el

puente Giallar, los espíritus llegaban hasta El Bosque de Acero, donde no había nada

excepto árboles desnudos con hojas de acero y tras dejarlo atrás, llegaban a las puertas

de Hel, al lado del cual el feroz perro manchado de sangre, Garm, estaba en guardia,

refugiado en un oscuro agujero conocido como la cueva Gnipa. La cólera de este

monstruo sólo podía ser apaciguada con la ofrenda de un pastel de Hel, lo cual nunca

fallaba a aquellos que en alguna ocasión le han dado pan a los hambrientos.

Dentro de la puerta, entre el intenso frío y la oscuridad impenetrable, se oía hervir la

gran caldera Hvergelmir y el rodar de los glaciares en el Elivagar y otros ríos de Hel,

entre los cuales se encontraba el Leipter, sobre el cual se hacían solemnes juramentos, y

el Slid, en cuyas turbias aguas rodaban continuamente espadas desenvainadas.

Adentrándose en este horrible lugar, se encontraba Elvidner (miseria), el palacio de la

diosa Hel, cuyo plato era el Hambre. Su cuchillo era la Avaricia. Holgazanería era el

nombre de su hombre, Indolencia el de su doncella, Ruina el de su umbral, Pesar el de

su cama y Conflagración el de sus cortinas.

Esta diosa tenía muchas moradas diferentes para los invitados que venían a visitarla a

diario, ya que ella recibía no sólo a los perjuros y criminales de todas clases, sino

también a aquellos que eran tan desgraciados como para morir sin derramar sangre. A

su reino iban a parar también aquellos que morían de vejez o enfermedad, una forma de

morir que era denominada «muerte de paja», ya que los lechos estaban construidos

generalmente con ese material.

Ideas de la Vida Futura.

Aunque los inocentes eran tratados bondadosamente por Hel y disfrutaban de un estado

de dicha negativa, no era de extrañar que los habitantes del Norte se encogieran ante la

idea de visitar su lúgubre morada. Y mientras los hombres preferían cortarse con la

punta de la lanza, arrojarse desde un precipicio o quemarse vivos, las mujeres no se

encogían ante medidas igualmente heroicas. En los extremos de su pesar, no dudaban en

arrojarse desde una montaña o en caer sobre las espadas que les eran entregadas el día

de su boda, para que sus cuerpos pudieran ser quemados con aquellos a los que amaban

y sus espíritus liberados para unirse a ellos en la gloriosa morada de los dioses.

Sin embargo, los horrores esperaban a aquellos cuyas vidas habían sido impuras o

delictivas. Estos espíritus eran desterrados a Nastrond, la ribera de los cadáveres, donde

caminaban por fríos ríos de veneno hasta una cueva hecha de serpientes entrelazadas,

cuyas fauces venenosas estaban giradas hacia ellos. Tras sufrir allí incontables agonías,

se les arrojaba a la caldera Hvergelmir, donde la serpiente Nidhug dejaba por un

momento de masticar la raíz del árbol Yggdrasil para alimentarse con sus huesos.

 

Un palacio que se erige

lejos del Sol

en Nastrond;

sus puertas dan hacia el Norte,

gotas de veneno caen

de sus aberturas;

entretejido está ese palacio

con lomos de serpiente.

Allí vio ella vadear

las lentas corrientes

a los hombres sedientos de sangre

y a los perjuros,

y a aquellos que seducen los oídos

de las esposas de los demás.

Allí absorbe Nidhug

los cadáveres de los muertos.

(Edda de Semund).

 

Pestilencia y Hambre.

Se suponía que la misma Hel dejaba ocasionalmente su tenebrosa morada para recorrer

la Tierra sobre su caballo blanco de tres patas y en tiempos de pestilencia y hambre, si

parte de los habitantes de un distrito se libraban de ello, se decía que ella había usado un

rastrillo y cuando ciudades y provincias enteras habían sido despobladas, como sucedió

en el histórica epidemia de la Muerte Negra, se decía que ella había cabalgado con una

escoba.

Las razas nórdicas creyeron posteriormente que a veces se permitía a los espíritus de los

muertos volver a la tierra y aparecerse ante sus familiares, cuyo pesar o gozo les

afectaba incluso después de la muerte, como se relata en la balada danesa de Aager y

Else, donde un amante muerto le pide a su amada que sonría, para que su ataúd pueda

ser llenado con rosas en vez de gotas coaguladas de sangre producidas por sus lágrimas.